It was such a thrill to write about Guatemala’s political transformation for The Atlantic. Y, como me lo han pedido varias veces, aquí les pongo la versión en español:
A la democracia le está haciendo falta una victoria. En todos los continentes, gobiernos han sido tomados por autócratas decididos a sacarle tanto como puedan a las sociedades que gobiernan. En Rusia y Venezuela, Myanmar y Angola, sistemas electorales débiles han cedido ante autocracias hiper-corruptas. Y los demócratas aún no hemos descifrado cómo contraatacar. Necesitamos desesperadamente conseguir formas exitosas para deshacernos de regímenes criminales. No es fácil.
Por eso, lo que está sucediendo en Guatemala ahora mismo exige atención. Durante los últimos seis meses, los guatemaltecos se han lanzado a la aventura audaz de recuperar su gobierno. Y contra todo pronóstico, lo están logrando.
Nadie se lo esperaba. Hasta hace poco, Guatemala era un excelente ejemplo de lo que Moisés Naím llama un "estado mafioso": un país gobernado por un grupo criminal enfocado principalmente en enriquecerse. Los guatemaltecos lo llaman el pacto de corruptos. Un conjunto de enjambres criminales ha colonizado por completo el estado, infiltrándose no solo en el gobierno, sino también en los tribunales, y, crucialmente, la poderosa fiscalía. ¿Quiénes son? La tentación para lo de afuera es imaginar que es la misma pequeña élite blanca criolla que ha controlado Guatemala desde tiempos coloniales, pero las cosas no son tan sencillas. Más bien hablamos de la oficialidad del ejército que aquella minúscula élite blanca contrató, durante la Guerra Fría, para aplastar la guerrilla.
Veamos: Entre 1960 y 1996, Guatemala vivió una sangrienta guerra civil que mató a 200,000 personas y donde se dieron actos de genocidio que han sido documentados. Soldados, equipados y entrenados con dinero públicos de los EE.UU., le echaban plomo a pueblos enteros de mayas, por si acaso albergabn a algún combatiente marxista. En el momento más demente de violencia, de 1981 a 1983, el ejército guatemalteco cometió más de 600 masacres. Una comisión de la verdad estimó más tarde que, entre aquellas víctimas que habían sido encontradas y podían ser identificadas, el 83 por ciento pertenecía a una de las muchas naciones mayas de Guatemala. En solo una pequeña área maya K'iche' en la región de Ixcán, el ejército llevó a cabo no menos de 77 masacres. Una de las metas era hacer que los sobrevivientes huyeran. Y huyeron, razón por la cual hoy 1.7 millones de estadounidenses son de origen guatemalteco.
Cuando la guerra terminó, se concedió una amplia amnistía incluso para sus peores crímenes a través de una ley de reconciliación nacional. Los oficiales del ejército, que la paz había dejado sin empleo, se apoderaron rápidamente del aparato gubernamental y se dedicaron al robo. Todo se valía, de proyectos de construcción de carreteras, y contratos para suministros de medicinas a hospitales públicos para abajo.
Los guatemaltecos comunes y corrientes siempre han odiado a este sistema. Pero han tenido pocas opciones para desafiarlo. El país es, formalmente, una democracia desde 1986, pero el pacto domina todos los escenarios del poder. El sistema estaba blindado: cualquier figura pública que lo amenazara era deshabilitado para postularse a un cargo bajo algún pretexto.
Aun así, las protestas estallaban una y otra vez cuando la corrupción se volvía verdaderamente intolerable. En 2015, la indignación por el robo descarado de dineros de las aduanas por parte del entonces presidente Otto Pérez Molina —un exgeneral que había ascendido el escalafón durante la campaña contra los pueblos maya— saco a miles de manifestantes a las calles, una primera semilla de energía ciudadana que tardaría otros nueve años en germinar.
Durante ese espasmo de protesta, un grupo de unos 20 intelectuales de las universidades de la Ciudad de Guatemala comenzaron a reunirse semanalmente en restaurantes o casas de sus miembros. Hablaban de política hasta altas horas de la noche, discutiendo sobre cómo rescatar a su país de la corrupción.
No siempre estaban de acuerdo, según me contó recientemente el entonces líder estudiantil, Samuel Pérez. Algunos, incluido Pérez, argumentaban que deberían lanzar un partido y proponer alternativas en las elecciones. Figuras más veteranas, como el profesor de sociología y exdiplomático Bernardo Arévalo, señalaban que tenían apenas contactos fuera de la ciudad y les sería difícil construir una presencia a nivel nacional. Mejor, sugería Arévalo, iniciar una fundación y solicitar subvenciones de organizaciones internacionales para financiar iniciativas democracaticas.
El grupo finalmente se decantó por el más joven, eligiendo a Samuel Pérez —de apenas 22 años en ese momento— para liderar un partido que aún no terminaba de existír. Lo llamaron Movimiento Semilla, porque su objetivo era plantar una semilla que sabían podría tardar generaciones en dar fruto.
En su desgastada oficina colonial cerca del palacio legislativo en Ciudad de Guatemala, a Pérez se le aguaron los ojos un poquito cuando le pedí que me contara sobre esos primeros días.
"A veces todo lo que tenía era un mensaje que alguien nos había enviado a través de nuestro grupo de Facebook", me contó. En ese entonces no tenía carro, así que viajaba a lugares apartados por toda Guatemala en autobús para encontrarse con gente en pueblos de los que apenas había oído hablar. Era un trabajo de hormiguitas, pero Semilla logró reunir suficientes firmas de suficientes lugares para aparecer en la boleta para las elecciones presidenciales y congresuales de 2019.
Semilla no explotó en el escenario político guatemalteco. Por lo menos, no al principio. En 2019, el partido ganó el 5 por ciento de los votos en la elección legislativa, lo que les valió por siete escaños en el congreso unicameral de 160 puestos que tiene Guatemala. Andrea Villagrán, ahora la sub-jefa de la bancada de Semilla, me dijo que en ese momento estaban eufóricos con ese resultado porque les daba una voz en la política nacional.
Pero estár así cerca del poder que se diga, no. Los activistas de Semilla estaban muy conscientes de que el suyo era un partido ladino, urbano, de centro-izquierda y de intelectuales en un país indígena, rural y conservador y campesino. En vísperas de las elecciones de 2023, la meta del partido era modesta: sencillamente mantener los siete escaños que ya tenían ya lo habrían considerado una victoria.
"Ninguno de nosotros estaba preparado para lo que pasó después", me dijo Pérez.
Para la presidencia, Semilla postuló a Arévalo. El sociólogo era visto como un intelectual íntegro: cosmopolita, preciso con el lenguaje, moderado hasta la médula. Lo que equivale a decir que era un total desconocido. Una encuesta realizada un mes antes de la primera ronda de las elecciones le daba un 0.7 por ciento de la intención de voto.
Esa probablemente fue la razón por la que no lo inhabilitaron. Pero como habían inhabilitado a todos los demás candidatos incómodos para el pacto, el voto reformista se aglutinó en torno al profesor de sociología del que nadie había oído hablar.
El 25 de junio del año pasado, cuando se anunciaron los resultados de la primera vuelta, Bernardo Arévalo parecía igual de sorprendido que todo el mundo al darse cuenta de que había llegado de segundo, con el 15 por ciento de los votos válidos. La segunda vuelta, seis semanas después, lo enfrentaría contra Sandra Torres, una ex-primera dama percibida como aceptable para el pacto de corruptos. En poco días, Bernardo Arévalo había pasado de ser un total desconocido a ser el favorito para ganar la presidencia.
El pacto de corruptos no tardó en presentar demandas impugnando la inscripción del partido Semilla por tecnicismos ante jueces que controlaban. Un juez estrechamente vinculado al pacto rápidamente emitió un fallo sacando a Arévalo de la segunda vuelta. La medida provocó indignación en toda Guatemala y una fuerte respuesta de Estados Unidos y la Unión Europea, que la condenaron como una amenaza a la democracia.
De hecho, el pacto había cometido un error garrafal: la credibilidad de la postura anticorrupción de Arévalo se hizo creíble ante este intento de sacarlo del juego. La presión para permitir que participara en la segunda vuelta resultó demasiado para el régimen. El tribunal supremo del país revirtió la decisión y permitió que Arévalo se presentara. Ganó con un aplastante 61 por ciento de los votos válidos.
Incluso entonces, no quedaba para nada claro que fuese a poder juramentarse. La poderosa fiscal general, María Consuelo Porras, seguía determinada a obsaculizarlo. Siguió presentando acciones legales alegando, absurdamente, que Arévalo había ganado por fraude. La gente se enfureció ante este intento de golpe de estado a cámara lenta.
Fue entonces que Totonicapán estalló. El municipio, a unos 200 kilómetros al oeste de la Ciudad de Guatemala, es hogar de 405,000 personas, el 98 por ciento de las cuales son indígenas, esencialmente del pueblo maya K'iche'—los mismos que habían soportado gran parte de la violencia del ejército en la década de los 80. Una ONG local de la zona, los 48 Cantones de Totonicapán, lanzó lo que se convertiría en una de las campañas más trascendentales de desobediencia civil en la historia de Centroamérica.
Los manifestantes de Totonicapán inundaron la Ciudad de Guatemala, y pronto otros grupos mayas y ladinos se les unieron. Durante las primeras tres semanas de octubre del año pasado, los manifestantes indígenas prácticamente paralizaron el país, bloqueando carreteras clave alrededor de la capital y organizando marchas para exigir que la fiscal general y el juez que originalmente descalificaron a Arévalo renunciaran, y pidiendo que se permitiera asumir el cargo al presidente electo.
Los manifestantes pusieron sus vidas en pausa durante semanas para apoyar las protestas, durmiendo al aire libre a cientos de kilómetros de su hogar y viviendo de donativos organizados por simpatizantes locales.
Arévalo respaldó las protestas, y un pequeño ejército de activistas Gen Z de Semilla documentó todo en TikTok. Su habilidad en redes sociales resultó ser excepcional, movilizando apoyo contra el golpe de estado mucho más allá del grupo maya K'iche' que lo había lanzado. Este tipo de cooperación entre comunidades—guatemaltecos rurales indígenas uniéndose con ladinos de la capital —es poco común en Guatemala, y eso hizo que el movimiento fuera imparable.
Mientras las calles hervían, una coalición internacional liderada por la administración de Biden hizo eco del mensaje de los manifestantes en círculos diplomáticos. En 2022, Estados Unidos había incluido a la Fiscal General Porras en una lista de funcionarios centroamericanos sancionados por presuntamente favorecer a la corrupción. Ahora la UE hizo lo mismo.
La presión internacional eventualmente convenció a una parte de la élite empresarial conservadora de Guatemala a unirse: el poderoso lobby de empleadores, el CACIF, pidió que Arévalo fuera juramentado según lo que ordena la constitucion. Para los guatemaltecos, ver al CACIF lanzando comunicados pidiendo lo mismo que los manifestantes callejeros indígenas fue una experiencia surrealista: una coalición inimaginable entre gente que se suponía que nada tenían que decirse entre sí.
El movimiento tuvo éxito, pero por poco. El pacto intentó descarrilar la toma de poder de Arévalo hasta el día mismo de la inauguración, con una decisión de último momento para excluir a los representantes de Semilla de roles de liderazgo en el congreso que no logró bloquear la entrega del poder ejecutivo. La ceremonia de juramentación se retrasó muchas horas, hasta la madrugada del lunes 15 de enero. En una ceremonia que la gente de todo el país se quedó en vilo para ver, un Samuel Pérez de 31 años —recién elegido como jefe del congreso de Guatemala— le tomó el juramento a Arévalo.
En 2015, Arévalo estaba preocupado que Semilla quizás nunca cogería vuelo por falta de apoyo indígena. Hoy, le debe su presidencia a los grupos indígenas que se movilizaron para apoyarlo, especialmente los mayas K'iche' de Totonicapán. El día después de su juramentación, Arévalo y su vicepresidente participaron en un ritual maya para invocar la protección de las deidades en su nombre.
Arévalo está liderando un experimento único en cómo la democracia puede luchar contra un estado mafioso. Muchas batallas aún quedan por darse. El Ministerio Público permanece en manos de Porras, al igual que la poderosa corte constitucional, lo que significa que cada ministro del gobierno está a solo un resbalón de la cárcel.
En la Ciudad de Guatemala, uno tiene como la sensación de que Arévalo está en el cargo, pero todavía no está en el poder. Y así será por lo menos hasta octubre de 2024, cuando terminan los mandatos de los magistrados de la Corte Suprema de Guatemala y el pacto de corruptos podrá ser expulsado de los roles judiciales más importantes. El mandato de Porras, por su parte, se extiende hasta 2026.
"Lo que acabamos de ver", me dijo Andrea Villagrán, la congresista de Semilla, "no es un cambio de gobierno, sino un cambio de régimen". Semilla parece haber dado una clase magistral sobre cómo lograr una revolución liberal sin violencia en pleno siglo XXI.
Para vencer a los estados mafiosos, las fuerzas democráticas tienen que construir coaliciones entre grupos que nunca se han hablado. Los guatemaltecos están mostrandonos el camino, con una mezcla de audacia y prudencia, construcción pragmática de coaliciones y gran celo moral, así como muchísima buena suerte.
Su lucha está lejos de terminar. Pero por el momento, Semilla está ganando.
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